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Nacer es debutar en el teatro del extrañamiento.
.El 3 de diciembre de 1966 (día en que mis padres aseguran que nací) la portada del ABC mostraba una fotografía en blanco y negro de un corrillo de emigrantes que en alguna ciudad europea se disponían a regresar a España por Navidad. Uno de ellos lleva un sombrero y un cigarrillo en los labios. Sostiene un mapa en las manos (o un billete de tren) que muestra a los otros. Hay maletas en el suelo y se adivina una luz de invierno, o de película francesa con mucho grano. No es casualidad que ese mismo año se estrenara Un hombre y una mujer, de Claude Lelouch. Muchas veces me he preguntado si mis verdaderos padres serían Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, y que la idea de mi llegada se decidiera una noche de primavera en un diminuto apartamento de París que olía a humo de Gitanes.

El texto del ABC decía: «Al acercarse las Navidades, Zurich puebla sus estaciones de trenes especiales con destino a España; lo mismo que Munich, Bruselas o París. Junto al rótulo que anuncia Port Bou-Madrid, los trabajadores se agrupan con sus maletas repletas de obsequios para los «viejos», ilusionados con el disfrute de unas semanas en la patria chica». Creo que prefiero la opción francesa, pero para los detractores de la ficción solo puedo decir que sucedió en Madrid, en una clínica del final de Reina Victoria, escondida entre chalets antiguos en donde también aseguran que vivió Aleixandre.


Los años que viví en el castillo del amor propio.
.Recuerdo la calle, la casa, los balcones. Aquella luz frente al convento y el sonido de las campanas que marcaron el extraño compás de la infancia. Había un colegio, San Diego y San Vicente de Paúl, con sus ladrillos mozárabes de chocolate y aquella monja sevillana que me metió en la carne el gusano de las palabras. Luego hay otro colegio más sombrío con un salón de actos que olía a tristeza y a sopa fría. También había un órgano eléctrico que en algunas representaciones toqué con torpeza. No recuerdo mucho más de aquellos años. Las infancias no son felices o infelices. Aún no saben qué es eso. Simplemente son. Van siendo. Van abriendo y quemando el tiempo a la vez. Mientras, yo observaba el movimiento de las nubes desde mi minúsculo castillo del amor propio.


Escribir. Escribir. Escribir.
.La mano huesuda y azulada de Marguerite Duras fue mi crucifijo desde muy pronto. Breves artículos que escribía para que mi madre me amase más de lo que ya me amaba. Brevísimos tratados que desmentían la existencia del infierno, poesías de falso amor, narcisismo asilvestrado y amenizado con baladas de Kiss que salían de los altavoces de un tocadiscos Philips de madera. ¿Dónde estáis ahora que el tiempo me empujó hasta aquí? Escribir como el que pide y come pan. La poesía arrasó las plantaciones corporativas de Enid Blyton y sus cinco niños-viejos que resolvían crímenes con un perro. Miguel Strogoff tampoco entendía nada desde sus aventuras ilustradas. Maté a Walter Scott con la propia lanza robada a Ivanhoe mientras era obligado a la solemnidad de las letras capitulares que anteceden a cualquier batalla. No me arrepiento. Fue en defensa propia. Sus vidas o la mía.