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Amigos que desaparecen caminando / 17.09.24 .Tengo un amigo que desaparece caminando. En el proceso manda fotos. Árboles pelados. Ermitas. Las espaldas de otros que caminan. Mochilas cansadas. Piernas obedientes. Cuando cree haber llegado al fin de la tierra me envía otra más explícita en la que se puede leer: El fin de la tierra. Sus fotos son muy buenas, aunque las haga con el móvil. Duerme en antiguos conventos, en albergues con literas de Ikea en las que se tumban mujeres canadienses que al llegar la noche cierran los ojos tratando de agarrarse a las piedras que han visto para que la corriente del sueño no se las lleve. Luego vuelve un día y me lo cuenta. Ayer vi otras que no me había mandado. Estábamos en un bar anticuado al que solemos ir. Solo faltaba una chimenea. Quizá la hubiese entre las fotos, con esa fijación cristalina que tiene el fuego de crear corros de personas que beben combinados después de comer en butacas de cuero gastado. Me dijo que descansará unos días y volverá a desaparecer caminando. Creo que es un mago y que ahora lo ha descubierto. Le costó algunos años y trabajar en un banco y casarse y tener hijos y una casa. Me pregunto si entre todas las formas de desaparecer sea la más poética. No lo sé. La mía consiste en escribir. Ambas dejan rastros. Palabras, caminos de tierra, nubes de cobre que hacen llorar aunque no quieras, adjetivos que al soplar el viento desaparecen también a la puerta de un albergue mientras la noche se lleva el índice a la perpendicular de sus labios para hacernos callar.