.
.
.
.
Envidiando el sueño de mis hijas / 19.08.24 .Dormir como a los veinte años cuando el mundo podía esperar y las mañanas pasaban de puntillas y no había ningún prodigio igualable a permanecer dentro del sueño. Cuando están en casa las envidio. Cada una en su cama. Sus pies destapados parecen barcos recién salidos del astillero, aún sin la capa de tristeza que da navegar, sin la responsabilidad de saber que los caminos se agotan y se entrecruzan y producen la sensación de estar de vuelta. Pero es un engaño que me impongo. Simple cansancio. Si pudiera dormir hasta más tarde no caería en estos pensamientos. Me levanto antes que el sol. Miro al cielo y digo: «Vale, ya estoy aquí, y ahora qué». El contorno de la torre de la iglesia parece troquelado hasta que la claridad comienza a dibujarla. Sin luz no habría realidad. Estas mañanas de verano son pequeños exámenes sin profesor. Siento que debo estar a la altura de algo, ¿pero de qué? Vivir lejos de mis hijas me hace idealizar los encuentros. Paso días organizando nubes de cosas que luego no se dan, o que lo hacen a su manera siguiendo una ley que quizá sea más justa que la mía. Y sigo cayendo. No aprendo. Mi cabeza se encarga del protocolo mientras trato de decirle que nos equivocamos, que tienen veinte años como los tuve yo aunque ya no lo recuerde. Sus pies son los barcos que tienen que ser, y no tienen prisa porque su tiempo aún no cuenta. La eternidad es una forma de hablar. No tiene nada que ver con lo imaginable. Solo es tiempo sin conciencia de tiempo. A ese estado se le denomina juventud, y solo te queda mirarlo de reojo por el pasillo tras una puerta entornada, conteniendo la respiración como si descubrieras de pronto que el fantasma del que fuiste viviera ahora en otro cuerpo.