.
.
.
.
Pablo / 27.10.23 .Algunas amistades vienen con la fecha de caducidad en algún sitio que al principio ni vemos ni queremos ver, pero ahí anda, grabada con la misma tinta electrónica que los yogures. Mi amigo de entonces desapareció un día porque el mundo se le quedó pequeño. Primero Florida. Luego un país sudamericano que no recuerdo y desde el que alguna vez a deshoras me llamó con bastante alcohol encima. Su último destino conocido fue Borneo. Lo sé indirectamente, y que vivía en una comunidad indígena, semidesnudo y subido a los árboles. A veces pienso en él. Me quedé con esa imagen de Crusoe cínico mirando un horizonte de mar como si fuese suyo y creyese haber escapado de la tormenta, cosa imposible por poco que hayas leído a Cavafis (o aunque no), y sospeches que la tormenta siempre va contigo. Lo bueno de que una amistad caduque es que te evita verla envejecer. Asistir a su declive es asistir también al tuyo. Un efecto espejo que algunos no pueden soportar. También sucede en el amor. Cuántas huidas a medianoche han provocado. Ahora sé que mi amigo nunca envejecerá. Sigue subido a ese árbol como el protagonista de El hombre que pudo reinar, la película de John Houston que más cerca estuvo del Quijote sin pretenderlo. El final de una amistad funciona como una muerte selectiva. Alguien en alguna parte decide desaparecer solo para ti. El deceso no es instantáneo. Lleva un tiempo en el que vas recibiendo menos hasta llegar al nada. Y después todo sigue. Indecentemente normal. Insoportablemente cotidiano. Ni el cielo ni las nubes dicen esta boca es mía. Sigues comiendo. Sigues riendo chistes que no tienen gracia, empeñado en la resistencia, como si al final todo consistiera en ver quién aguanta más tiempo sin respirar.